Cuando el ecologismo es carnista, sexista y clasista
Desde que soy consciente de la opresión que ejercemos contra el medioambiente y los animales no humanos, conceptualizados ambos en términos de recursos, pérdidas y beneficios, he considerado el zero waste como el hermano gemelo del veganismo. Vivo en un apartamento pequeño, con una cocina donde el suelo lo pueden ocupar dos pares de pies y 5 cubos: compost, mini-basura, envases, punto limpio y papel-cartón, fusión que piden los lugares chiquitos. Compro a granel menos de lo que me gustaría y, gracias a la falta de tiempo y otras excusas semejantes, a veces acabo en supermercados con remordimientos por los envases, porque reciclar no me es suficiente. Un día, empecé a informarme y encontré Residuo cero en casa de Bea Johnson (2020). Quería enfrentarme a mi pequeña pero constante participación en la debacle medioambiental de nuestro tiempo. Y lo que encontré en esta bienintencionada guía fue desconcertante.
La autora es una mujer francesa que acaba viviendo y formando una familia en los Estados Unidos, al lado de un hombre exitoso, una casa enorme de 380m2, basuras semanales de 250l y esa pulsión capitalista del deseado “sueño americano”. Un día, experimenta el clic ecologista y decide cambiar drásticamente de vida para adoptar un estilo simple y de residuo cero. Empieza por una casa más pequeña. Creo que este es el mensaje más positivo e iluminador que puedo sacar del libro: que los lugares grandes nos animan a rellenarlos y acabamos comprando accesorios innecesarios por puro horror vacui. Y que esa decoración impuesta por las dimensiones genera, a su vez, residuos. De ahí que el primer paso en la jerarquía de acciones para reducir o eliminar directamente los residuos sea rechazar.
La segunda lección más importante que saqué del libro está contenida en esta cita:
Comprar significa votar y las decisiones que tomamos a diario tienen un impacto. Tenemos la oportunidad de herir o curar nuestra sociedad.
En las primeras páginas, la autora cuenta, no sin grandes dosis de autocrítica, cómo se pervirtió en obsesión ese viaje hacia el residuo cero. Entre los ejemplos más estrambóticos, habla de su corte de pelo para no tener que secarlo y gastar electricidad, su despedida de los pintalabios, para lo que experimenta con ortigas que irritan y hacen más carnosos sus labios, y de los cepillos de dientes, cuya alternativa fue plantar un árbol del que sacar varillas limpiadoras que mascar, así como su búsqueda de musgo para sustituir el papel higiénico o su estrategia para maximizar el ahorro de gasolina planificando las rutas en las que siempre, o mayormente, se tenga que girar hacia la derecha (¡yo tampoco lo sabía!).
Pero vayamos al grano: ese libro que empecé con tanta ilusión se convirtió pronto en una lectura que se me hizo éticamente desagradable. Por tres razones: es carnista, sexista y clasista; todo un home run.
ECOLOGISTA Y CARNISTA: HIGHTLIGHTS DE UNA INCOHERENCIA
No creo que, a lo largo del libro, se pueda dudar de que Bea Johnson esté genuinamente preocupada por el medioambiente: su viaje al residuo cero estuvo, de hecho, motivado por el deshielo de los polos y los ecosistemas marinos, así como el deseo de legar a sus dos hijos un lugar mejor. Pero también creo que la voluntad de informarse a veces se topa con una barrera: la de la comodidad, tanto gastronómica como psicológica. En el libro, sobresale un negacionismo del impacto medioambiental de la carne que choca frontalmente con el propio objetivo de la autora: consumir de manera responsable y curar el mundo.
Nutricionalmente, el libro está mal informado. Por ejemplo, se justifica la introducción de lácteos en comidas vegetales porque “así” se le da el necesario aporte proteico. Éticamente, desconsidera a los animales: los borra absolutamente del mapa. Por ejemplo, recomendando el calzado de cuero porque «dura más», pero sin evaluar el daño animal que conlleva. En ese tono especista, se encuentra también un regusto egocéntrico. Cuando explica los beneficios de una dieta con menos carne, apela exclusivamente a las digestiones ligeras. O cuando analiza que algunas personas consideran su modo de vida no del todo consecuente (ella utiliza la palabra “extremista”, pero no me apetece contribuir con esa estigmatización injusta y ridícula) porque su familia come carne una vez a la semana en lugar de no consumirla, la autora responde:
Lo que nos importa no es lo que piensa la gente sino lo bien que nos sentimos respecto a lo que hacemos.
El objetivo del zero waste, igual que el del veganismo, no es sentirse bien, sino abandonar un consumo dañino para otros, sea la Naturaleza o el resto de animales. Sentirse bien es un efecto colateral de ser coherente con tu ética, ¡y bienvenido sea!
PERPETUANDO LA OPRESIÓN DE GÉNERO Y CLASE DESDE EL GREEN WASHING
En cada capítulo, la autora se autorrepresenta como una auténtica superwoman al servicio de la familia y la casa. Es la esposa, madre y anfitriona perfecta. Si se confunde con la comida, pide perdón a los comensales, porque las mujeres tenemos que ser una curiosa mezcla entre chefs y esclavas de la cocina:
He llegado a la conclusión de que cocinando con compañía pierdo la concentración, olvido ingredientes o la noción del tiempo y termino teniendo que pedir disculpas por pequeños errores.
Si a sus niños, que no son tan pequeños, les dan asco las pasas en los cereales, ella se los espurga complaciente. El rol del marido, en la alimentación de las criaturas, compra y limpieza de la casa, brilla por su ausencia:
A mis hijos no les gustan las pasas dentro de los cereales; las retiro de sus desayunos y después las añado a una receta de galletas.
Pero quizá el detalle sexista que más me impactó fue un comentario en la sección de higiene personal. Divide esta sección de alternativas ecológicas a la depilación en dos apartados: el primero, genérico, y el segundo, un “suplemento para las mujeres”. En lugar de la depilación con cera, que genera residuos, sugiere las pinzas y el azúcar, pero, ¡ojo!, también el láser:
Es una alternativa cara, pero ahora que los precios están bajando empieza a ser viable. Quizás no irá bien para el vello fino que es invisible al láser, pero a largo plazo, el dinero y tiempo ahorrado habrán valido la pena.
Me pregunto muchas cosas: ¿cuántas mujeres pueden permitirse la depilación láser? ¿Su evaluación de barato es aplicable a todas las economías? ¿Por qué no ahorramos más tiempo y dinero aún y lanzamos de paso un mensaje (de)constructivo para la autoimagen y autoestima femeninas y contra la estigmatización del vello con una tercera alternativa? A saber, que las mujeres también podemos no depilarnos y la sociedad no debería opinar al respecto. Irónicamente, no hay nada más zero waste que la no depilación: la producción de máquinas láser también genera residuos, pero estos no llegan a casa. Lo que me lleva a la última crítica: el domocentrismo.
DOMOCENTRISMO (SI ME PERMITÍS EL INVENTO)
El libro tiene tanto halo bonachón como meteduras de pata que perpetúan distintas opresiones. Para mí ha sido una lectura… decepcionante. Pero no porque no haya aprendido; de hecho, me parece imposible no aprender nada de algo. Más bien, lo ha sido porque le faltan unos tipos de concienciación que no cuadran con la preocupación ecologista de la autora y sus ganas de aprender y “vencer al sistema”. Y, además, porque el libro refleja lo que me parece ser la cara oscura del residuo cero: el peligro de caer en el domocentrismo.
Con esta palabra que me acabo de inventar, me refiero a una obsesión por que no entre basura en tu piso, en lugar de una preocupación por no ensuciar el entorno más allá de tus cuatro muros. Un ejemplo del domocentrismo en el libro es comprar cepillos de bambú importados de China solo para no tirar ese plástico no reciclabe de los cepillos que se pueden encontrar en Estados Unidos al mismo tiempo que una se desentiende de la huella medioambiental de dicha importación, que también genera residuos. ¿La diferencia? Que esa basura no llega a tus puertas. Así, solo importa lo que contamina tu casa, no el planeta, con la miopía medioambiental que eso implica: que nuestra casa está en el planeta. O, quizá mejor: que el planeta es nuestra verdadera casa.